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RELIGIOSIDAD POPULAR. Cofradías y hermandades - Hablan del Nazareno de Priego

07. EL VIERNES SANTO DE 1886

Carlos Valverde López narra la Semana Santa en su novela "Gaspar de Montelano".



                                                                                                                               © Enrique Alcalá Ortiz

  

            No podemos pasar por alto, en esta casi antología de textos cofradieros la maravillosa y magistral descripción del Viernes Santo que hace Carlos Valverde López en su novela Gaspar de Montellano. De este autor, ferviente nazareno durante toda su vida, tendremos ocasión de hablar largo y tendido en la segunda parte de este trabajo. Así nos describe este día tan señalado: ??Era el Viernes Santo.

            Decir en Priego Viernes Santo, equivale a decir que ha llegado el día más grande, más celebrado y más solemne del año.

            En esta fecha se paraliza toda la actividad bajo su aspecto humano: no se abre una tienda, nadie trabaja, y por no trabajar, ni aun pan se hace. Elabórase doble cantidad de este el día anterior y las familias se proveen de él para el Jueves y Viernes Santos.

            La población rural, que es crecidísima, pues consta de veinte aldeas e innúmeros caseríos aislados, converge en su mayor parte a la ciudad; los habitantes de ésta invaden las calles vistiendo sus más preciadas galas, prodigándose en las mujeres, como nota del día, la clásica mantilla española, y desde las primeras horas de la mañana va creciendo la animación hasta la del mediodía en que llega a su plenitud.

            En esta hora hace salida, de la iglesia de S. Francisco, la magnífica y conmovedora procesión de Jesús Nazareno.

            A decir verdad, en los tiempos actuales, si no ha disminuido la fe, no puede negarse que esa fiesta ha perdido algo de su típico y antiguo carácter, pero como yo no he de pintarla según hoy se celebra, sino cual se celebraba en 1886, a ese año me atengo y la describiré tal como entonces la vi. y aún la veo con los ojos de mi memoria.

            Rompía la marcha el antiquísimo escuadrón de los soldados romanos, llamado vulgarmente de los ?bacalaos?, porque dichos milites llevaban colgados a la espalda, a guisa de adorno, un triángulo de tela pintarrajeada, afectando la forma y tamaño del rico pescado de Escocia. Cubrían su cabeza con unos morriones enormes, rematados con flores artificiales y descoloridas; por armas ofensivas y defensivas llevaban espada y rodela; tremolaban una bandera de abigarrados colores y aporreaban los tímpanos de todo fiel cristiano con un tambor ronco y unas trompetas, tan destempladas y viejas, que ya lo eran en los tiempos de Poncio Pilatos.

            Tras de este escuadrón seguían, vistiendo sus túnicas de largas colas y ciñendo su cabeza con corona de espinas, numerosos penitentes representativos de sus respectivas hermandades, y guardando el orden de su antigüedad, de tal manera que las cofradías de más reciente creación iban delante y las más remotas detrás, cabiéndole la honra de presidir a todas, por su vetustez, a la llamada Orden Tercero de San Francisco.

            Cada penitente de estos ostentaba en un azafate, y en pequeño tamaño, la figura de los atributos de la Pasión; quien el cáliz, quien la columna, quien los tres clavos, etcétera, y el último de ellos, Baltasar López, que por su antigüedad se hacía acreedor a mayor prerrogativa, llevaba un Cristo crucificado de grandes dimensiones y buen peso, y como abrumábale el peso, cuando le cargaban el Cristo decía en su santa inocencia:

            -?A mí siempre me dan lo peor?.

            A seguida del cuerpo de penitentes, y sobre unas andas que todo el mundo se disputaba por llevar, erguíase la figura escultural y sacratísima de Nuestro Padre Jesús Nazareno, a quien Priego entero rinde culto y adoración.

            Cercaban a Jesús ocho sayones con caretas feroces, puñales al cinto y gruesos cordeles en las manos; sayones que eran el terror de los chiquillos, sobre todo, cuando ahogados por el ajetreo y por las carátulas, que eran y son de ?abrigo?, se ponían estas por montera y resultaban, según expresión (histórica) de un niño: ?unos tíos muy feos y con dos caras; una de carne en su sitio, y otra de tiesto en la cabeza?.

            Marchaba después el nuevo escuadrón de los soldados romanos, con ropaje más conforme a los tiempos del Imperio y comandados por tres centuriones que, así como los soldados, eran de gallarda presencia.

            Seguía a estos el Apostolado, en el cual San Matías suplía a Judas Iscariote, y por último, entre muchos fieles, la cruz parroquial y la música, cerraban la procesión las sagradas imágenes de la Mujer Verónica, San Juan Evangelista y la Virgen de los Dolores.

            Formaban parte de la religiosa comitiva dos llamados ?pasionistas?, vestidos de penitentes, quienes de tiempo en tiempo cantaban ?saetas?, muy malas, por cierto, y a la conclusión de cada una tocaban sendas campanas.

            Todavía puede decirse que restaba algún apéndice al descrito cortejo: cierto número de devotos, generalmente varones, que marchaban detrás de todos con pesadas cruces de madera a cuestas, imitando al Nazareno. Estas cruces eran facilitadas a quien las pedía por la misma iglesia y solían llevarse por pago de promesa o simplemente por fervor piadoso.

            Así salía, pues, y así avanzaba la procesión por las principales calles de la ciudad, no en son de penitencia, sino de triunfo, pues Jesús era vitoreado sin cesar y su cabeza y túnica cubiertas por copioso rocío de flores que las mujeres devotas arrojábanlas a su paso desde los balcones.

            Pero donde la procesión tomaba su más solemne y típico carácter era a la llegada y arribo del Calvario.

            Este sagrado monte, que se alza sobre la ya reseñada Fuente del Rey, pintoresco como pocos, de amplias y sinuosas cuestas que conducen a la cumbre, y tapizado de flores, porque el tiempo santo es ya tiempo de ellas, estaba de antemano ocupado por inmenso gentío entre el que descollaban hermosas y elegantes mujeres que, a pie quieto y a sol batiente, aguardaban la subida del divino Nazareno, ideal de sus místicos amores.

            Al llegar la procesión a la base del Calvario, los tambores batían marcha, los clarines les secundaban, los romanos trocaban el lento paso procesional por el redoblado, los fieles caminaban al mismo compás, las campanas de los penitentes tocaban sin cesar, los pasionistas se desgañitaban cantando, el pueblo, en oleadas, precedía y seguía a Jesús, llevado a hombros por una masa humana, avanzaba majestuoso abrazado a su cruz, flotante la rizada cabellera, y despidiendo centelleos, que herían la vista, de los áureos bordados de su túnica.

            El enardecimiento popular llegaba entonces a su colmo: hombres, mujeres y niños extremaban sus vítores al Nazareno; y en este sublime desconcierto de cantos y campanas, de gritos y bendiciones, de súplicas y llantos, que es el supremo lenguaje de la fe, llegaba Jesús a la cima del Calvario, en la extensa planicie que corona el sagrado lugar, paránbale y quedaba fijo, dando frente a los millares de fieles que cubrían el monte de la crucifixión.

            Era llegado el momento solemne: todos los ojos convergían hacia la hermosa imagen. Gracias a un hábil mecanismo que persona aun más hábil manejaba, la diestra de Jesucristo separábase de la cruz que oprimía, y elevándose, iniciaba una bendición.

            Hacíase entonces un silencio religioso, profundo; conteníase hasta la respiración; inclinábanse las cabezas, las mujeres rezaban o lloraban, algunos hombres alzaban a sus hijos para que presenciaran mejor la bendición, los niños, a su vez levantaban en sus manitas unos panecillos llamados ?hornazos?, que sus madres les fabricaran, para que, bendecidos por el Señor, fueran más sabrosos al  paladar y de mayor provecho para el alma.

            En tanto que Jesús bendecía al pueblo, se cantaba un motete y, concluido éste, un ?¡viva Jesús Nazareno!? salido de los corazones y pronunciado por millares de bocas, era la señal del  regreso de la procesión a su iglesia.

            Reorganizábase a seguida el piadoso cortejo en el mismo orden que subiera hasta allí, pero haciendo su recorrido por nuevas calles, más donde revestía un verdadero lucimiento era en la llamada del Río, que señalé como la mejor de la población.

            Bajaba, pues, por esta hermosa vía con la solemnidad de siempre, siendo presenciado su paso desde los balcones por muchas y distinguidas familias. Era raro el hueco, balcón o ventana, que estaba vacío, y donde esto sucedía, denotaba luto o ausencia[1].?

            Esta descripción del siglo XIX ya había modificado el orden de siglos anteriores. En efecto, en el libro de cabildos correspondiente al año 1690 se detalla el orden de la procesión del Viernes Santo de Mañana con el siguiente orden: los blandones, estandarte mayo, la cruz de la Cofradía, el estandarte de la Hermandad de Rogativa, el estandarte de dicha Hermandad, el escuadrón, Jesús Nazareno, dos soldados, la comunidad, los apóstoles, Señor san Juan, Nuestra Señora, la cruz de la parroquia. Se advierte que detrás de los apóstoles van siete cruces y luego san Juan. Y después que entra en la procesión la mujer Verónica estas trece cruces después del Señor S. Juan.



[1] VALVERDE LÓPEZ, Carlos: Gaspar de Montellano. Novela Real. Tip. De J. Azuaga. Málaga, 1922.





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