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14. LAS ARENAS DEL DESIERTO
© Enrique Alcalá Ortiz
¡Qué poca personalidad tienen
las arenas del desierto!
Parecen girasoles
pues se dejan llevar por ese huracán
que las va amontonando.
Su trayectoria la programó
un despistado después de una siesta sudosa.
Las arenas voladoras
del desierto no hacen nada útil,
sólo forman montones
para taparse del sol
pues no quieren ponerse morenas.
Las que no consiguen taparse
se van con el primer vientecillo
o compran un siroco ventoso.
Lo suelen encontrar barato
porque hay muchos.
¡Pobre de ellas si no tienen lugar
para descansar!
Estas cremas del desierto
no son del río, sino del mar.
Parecen migajas
que los mastodontes antediluvianos
dejaron de su abundante colación.
Por eso será
que ahora no hay comida
en el desierto.
¡Pobres sobras de pan
prehistórico!
Copian del océano
y forman rizadas olas
en sus movimientos desafiantes
de ven y vete.
Es lo que han aprendido
en su longevidad
y no saben hacer otra cosa
salvo dejar memoria
en cualquier pupila
que se abrió para verlas a su paso.
Semejan el oro viejo,
el que se guarda en la arqueta de la abuela
y el amarillo ocre
que emplea el pintor
en sus contexturas.
Son los caínes
de una tierra de cultivo
que las parió
y que ahora ha repudiado.
Su alocado movimiento
se hace caracoles
con el que distrae a los dioses del desierto.
Hay suerte si encuentran billete pagado
en las sandalias de un errático caminante.
Me atribulan estos zatos
mendrugos de pan
que no encuentran camello rumiante
que los haga objeto de sus ocios.
Esos dromedarios gibosos
pasean su sequedad
de cuerpo y mirada
en sus travesías polvorientas
sin apenas percibir
que cualquier grano de arena
es una ofrenda del tiempo perdido.
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