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13. PISA Y LA INCLINACIÓN DE SU TORRE
© Enrique Alcalá Ortiz
Después de tanto manjar
nos dieron un caramelo.
Roma es sabroso cocido
con mucha ternera dentro.
En el autobús subidos
proseguimos el paseo
cuya meta estaba en Pisa
ciudad del renacimiento
engarzada en la Toscana
y cabeza de este reino.
De nuevo en la boca suelta
se desprendieron los besos,
y los ojos parpadean
con veloces movimientos.
Lo que se ofrece a la vista
nos provoca los mareos.
La Plaza del Duomo en Pisa,
es río de sentimientos,
encanto de una sonrisa,
transparencias de venero,
campo florido de mayo
caja de suaves arpegios,
llamada de los Milagros
por todos los lugareños.
Su grandiosa catedral,
su más bello baptisterio,
su torre tan inclinada
-que más se inclinaba al vernos-
conforman una postal
que emborracha a los viajeros.
La torre se bambolea
con sus balcones abiertos.
Para evitar que se caiga
y se destroce en el suelo
hacemos muro de amor
toda la gente de Priego.
Por ser tan agradecida
nos regala su recuerdo
y nos da muchos saludos
para las torres del pueblo.
Entre torres, ya se sabe
ellas tienen sus secretos.
Serán porque rompen noches
para que salgan luceros.
Al despedirnos de Pisa
se apareció Galileo
remontado en lo más alto
con artilugios diversos.
Se afanaba en descubrir
las leyes del universo.
La gravedad desde entonces
se estudia en nuestros colegios.
Que se estudia es un decir
porque apuntan los maestros
que hoy se trabaja muy poco.
ya que todo anda revuelto.
La gravedad es la fuerza
que se ejerce hacia adentro,
cuando nos colocan cerca
una bolsa de dineros.
Alrededor de la plaza
se extendían muchos puestos
y fue parada obligada
para aligerar los euros,
pues Italia en unas horas
ya se encontraría lejos.
***
Mientras el bus se esperaba,
se nos estropeó el tiempo.
Empezaron finas gotas
hasta formarse aguacero.
Aparecieron paraguas,
y otros que vendía un negro
fueron comprados aprisa
y rápidamente abiertos.
Si la cola era escasa
con nuestro grupo de ciento,
llegaron dos grupos más
en apenas un momento.
La parada se mudó
en parada del ejército.
Cuando se abrieron las puertas
aquello era el infierno:
una muy enorme manada
caminando sin gobierno,
espoleando los codos
y buscándose un asiento.
Apretados y mojados,
con ataques epilépticos
llegamos a nuestro coche
sin resultar ningún muerto.
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